Valerie Campos

Lo primero que se revela al observador que contempla la serie Resonancias de Valerie Campos es un parti-pris formal por el cual la artista ha decidido deformar geométricamente la realidad inmediata del espacio que representa. No es necesario tener la certeza de que este espacio corresponde al ámbito concreto donde la pintora vive y trabaja, -su departamento, su estudio-, pues, con los simples recursos de la pintura, evoca un entorno íntimo que se impone naturalmente como el suyo.

 
 

Valerie Campos: evocaciones y resonancias

por Esteban García Brosseau (diciembre, 2020)

 

Lo primero que se revela al observador que contempla la serie Resonancias de Valerie Campos es un parti-pris formal por el cual la artista ha decidido deformar geométricamente la realidad inmediata del espacio que representa. No es necesario tener la certeza de que este espacio corresponde al ámbito concreto donde la pintora vive y trabaja, -su departamento, su estudio-, pues, con los simples recursos de la pintura, evoca un entorno íntimo que se impone naturalmente como el suyo. Si bien es cierto que los muebles, plantas y obras colgadas de este “hábitat” propio están representados con un impecable realismo, no es eso lo que les confiere la suprema realidad con que se abren al espectador, sino, precisamente, el hecho de que, con la habilidad que le ha dado el ejercicio del oficio, la pintora los descompone en un cierto número de planos y prismas transparentes de los cuales sólo son visibles las aristas, indicadas por medio de líneas, claras, por lo general. Se superponen así frente a nosotros una serie de superficies y volúmenes que tienen la frialdad y la transparencia del vidrio de tal manera que, por uno de aquellos milagros de los que sólo es capaz la buena pintura, los objetos cotidianos representados se revelan ante nosotros en su quidditas,-su eso-eidad-, es decir en su esencia propia en tanto objetos existentes y situados en lo real. Todo ello hace que el espectador pareciera estar ubicado en un punto a la vez cercano y lejano al espacio representado por la artista, quien parece haberlo invitado, no tanto a introducirse en este espacio que le revela, sino a observarlo con la lejanía y el desapego que supone el tomar consciencia de su realidad, en contraste con la inconsciencia con la que en general evolucionamos en el universo cotidiano. Se trata aquí de un verdadero desdoblamiento de la consciencia, comparable al que, en otra época y con medios por completo distintos, lograra crear Velázquez con sus Meninas.

Así sucede, por ejemplo, en Resonancias, un gran lienzo de 150 x 170 cm, en el que, en principio, no hay nada más que algunos muebles. Vemos un sillón, un sofá y un inmenso jarrón lleno de flores, -quizás asfódelos-, posado en medio de una mesa de centro. En el fondo se percibe un gran ventanal que evoca los de todo taller de artista, aunque éste se confunde con lo que parecen ser unos lienzos colgados que remiten a un entorno silvestre. No obstante, la descomposición de la mesa de centro, fragmentada en planos y volúmenes superpuestos de aristas blancas y amarillas, hace que el observador tome consciencia de la realidad del espacio sin estar él mismo inmerso en éste, un poco a la manera de un voyeur de lo real, el cual, en vez de mirar por el ojo de una cerradura, estuviese, sin culpabilidad alguna, situado detrás de un gran cristal, que fungiera como umbral infranqueable. El espectador se convierte así en un visitante situado en un plano distinto al observado, desde el que pudiera descubrir la realidad del espacio representado, no como lo percibirían sus habitantes, sino sintonizándose con su resonancia o frecuencia vibratoria, tal como a ello pareciera aludir el título de la obra.

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Pero, si bien las obras de Valerie Campos invitan a descubrir su “hábitat”, como queda patente en este cuadro en los que no aparece personaje alguno, el papel de voyeur asignado al espectador, se hace mucho más patente cuando, en otras de sus obras, la pintora nos incita a una mayor intimidad al develarnos en su desnudez el bello y voluptuoso cuerpo de mujeres de senos generosos que transitan por aquella sala-taller, como en el lienzo de gran formato Desnudo transitorio, o que descansan en toda paz y confianza en sillones o sofás, como en El espejo de la transparencia. Hay también un hombre, al menos eso pareciera, acostado en toda confianza en un gran sofá en Desnudo temporal, un lienzo mucho más pequeño que los dos últimos, por cierto. De igual manera que sucede con los muebles y cuadros del estudio o departamento, Campos aplica la misma técnica de desdoblamiento y superposición de los contornos de los cuerpos que aplica con los muebles. Si a uno se le puede cruzar la memoria de Duchamp (Nu descendant l’escalier, o La mariée mise à nue par ses celibataires, même) el referente más inmediato a esta forma de proceder es, sin duda, la serie Transparence de Picabia, aunque el efecto es por completo diferente. Mientras que en Picabia las distorsiones impuestas a los rasgos de sus personajes no trascienden la bidimensional del soporte y funcionan como un universo cerrado que remite mucho más a lo onírico y lo poético que a lo real, las deformaciones que Valerie Campos impone a los cuerpos los restituye, al contrario, a la realidad de la que forman parte, librándonos la esencia de su corporalidad, por la misma magia realista con que nos ha revelado la quidditas de su entorno material.

Uno es llevado naturalmente a imaginar, sin que tenga prueba fehaciente para ello, que el momento en que han sido retratados los modelos se sitúa después del acto del amor, si bien siempre queda la posibilidad de que se trate de una impresión errónea, provocada por las propias pulsiones del espectador. En efecto, las mujeres (y un hombre) a las que retrata la pintora, más parecen ser amigas o inclusive amantes convidadas a participar de su intimidad, que modelos indiferentes, como de ello atestiguan las copas a medio vaciar y las botellas de licores que aparecen en Desnudo atemporal o en Desnudo transitorio. El aspecto selvático que toma el espacio al confundirse las plantas del departamento-taller con aquellas representadas en los lienzos colgados a las paredes, remite a cierto ambiente dionisiaco que tiende a confirmar esa impresión. No, obstante, aquí tampoco la palabra voyeur resulta del todo adecuada. Primero porque, al contrario de lo que sucede, por ejemplo, en la obra de Balthus, la artista no nos hace participar del deseo erótico en el momento en que se manifiesta, sino que nos convida a tomar consciencia del descanso que produce una vez que ha sido consumado, lo cual, muy lejos de una excitación perversa, produce, al contrario, un efecto de profunda calma y confianza, efecto que, una vez más, el espectador es llamado a observar desde el mismo plano distante, propio de la consciencia, con que ha sido convocado a contemplar la mera existencia del espacio en Resonancias.

En Desnudo transitorio, por ejemplo, el cuerpo femenino que ocupa el centro de la composición suscita fácilmente pensamientos eróticos por sus movimientos, que acentúan la voluptuosidad de los senos y de las piernas. No obstante, predomina en el conjunto cierto sentimiento de tranquilidad y sosiego acentuado por la sorprende presencia de un perro, también en movimiento, que manifiesta su alegría al responder a la danza de la modelo, una danza cuya inscripción en el tiempo ha desdibujado el rostro de la bailarina, la misma, quizás, que la mujer con bragas del dibujo Dancing Series. De nuevo aquí se hace patente el sentido de intimidad al que la pintora convida al observador, al exhibir un espacio de seguridad y calidez, donde los modelos o invitados de género femenino o masculino, se abren con toda confianza a la generosa, benéfica e inclusive curativa hospitalidad de la artista y anfitriona, quien, a veces, en vez de vino y licores, ha simplemente ofrecido una taza de café como en El espejo de la transparencia, título, por otro lado, que expresa certeramente la fría distancia que separa la escena del observador. En este último lienzo, al lado de la mujer desnuda que reposa tranquilamente en el sillón, aparece también un perro, probablemente la mascota de la pintora, cuya postura a cuatro patas hace eco a la de las figurillas olmecas que se multiplican sobre mesas y estantes.

Es probablemente debido a la cercanía de la que goza esta mascota con la artista que ha sido retratado de forma individual en Momentum. De nuevo, se piensa aquí en Las Meninas de Velázquez, o en tantas otras obras del insigne pintor español, donde los perros son tratados como miembros de la familia real, si bien aquí el can ha sido retratado con las mismas superposiciones a las que han sido sometidos los demás posantes, lo cual lo sitúa en un universo del todo contemporáneo a nosotros. De hecho, este retrato canino forma parte de un grupo de retratos dentro de la serie Resonancias. Entre estos retratos, Mutatio es el que más fácilmente se puede comparar con los de Picabia en su serie Transparence. Es muy probable que se trate de un autorretrato: la posante, en efecto, tiene un claro parecido con la artista, pero, además, no sólo se ofrece a la contemplación, la observación y el análisis del espectador, sino que su mirada indica que ésta, a su vez, se encuentra observando y analizando al observador, con la misma intensidad con la que nos convida a contemplar su espacio intimo. Más allá del parecido físico, es quizás ésta la razón que permite inferir con mayor seguridad que se trata de un autorretrato, aunque las superposiciones de varios rostros (tres, de manera más precisa), podría igualmente llevar a pensar que la artista sugiere una suerte de fusión con otra mujer, quizás simplemente otro aspecto de sí misma. Al respecto, existe, sin duda, una relación entre Mutatio y Alma mater. En esta última tela, la pintora parece poner el acento en los diversos estados de ánimo de una nueva mujer (¿modelo, amiga, amante?), con la que el título sugiere que tiene una relación de tipo materno, si bien la desnudez parece indicar, como en los demás cuadros, el momento ulterior a un intercambio amoroso. Aquí, la mirada que la retratada dirige al espectador, es por completo distinta al de la mujer de Mutatio, precisamente porque, en vez de analítica e inquisitiva, es sobre todo dulce e introvertida.

Más allá de la ambigüedad que pueda subsistir en esta serie, el que el erotismo forme parte de las referencias pictóricas de Valerie Campos lo demuestra fehacientemente Evocaciones japonesas, una obra de la serie Evocaciones. Cabe decir que esta última se sitúa en un registro totalmente distinto al de Resonancias,- a la que, en realidad, antecede-, pues se trata de la reinterpretación de obras que han impactado de una forma u otra a la pintora. En este lienzo, Campos superpone varias escenas tomadas del arte Shunga japonés, cuyo registro erótico es bien conocido, aunque aquí han perdido mucho de su carácter explícito, pues la pintora las ha representado de manera difuminada. No obstante, es éste, quizás, el único de los cuadros que aquí se han incluido en que el acto erótico se representa en el momento en que se está consumiendo, en concordancia con las características de esta corriente pictórica del lejano oriente. Sin embargo, La superposición de escenas diversas tomadas del conjunto del arte Shunga, no se lee como si se tratara de eventos eróticos distintos, sino que, por el recurso de la superposición, el lienzo, en su totalidad, evoca un solo intercambio amoroso en el que se suceden las caricias y los momentos de éxtasis. Se puede ver aquí un precedente con respecto a las obras de Resonancias, ya que en esta tela Campos ha logrado representar en un solo plano, el continuum temporal que supone cualquier intercambio erótico, ya sea durante o después del acto.

El hecho de que, en Evocación barroca, la artista se haya inclinado por retomar elementos de Las Meninas de Velázquez, confirma, hasta cierto punto, la relación señalada anteriormente entre esta obra y Resonancia. No obstante, extrañamente, el efecto buscado es aquí por completo opuesto al logrado en esta última serie. En vez de afirmar el sentido de realidad que predomina, tanto en las propias Meninas como en la serie Resonancia, la pintora, al contrario, nos da una versión subjetivista de la obra de Velázquez, en la que, además, se mezclan otras referencias a la pintura barroca. Por otro lado, los personajes representados parecen bañar en un ambiente dionisiaco más propio de la pintura del Renacimiento y del periodo manierista que del Barroco, el cual, en cierto modo, anuncia los aspectos silvestres del departamento-taller que ya conocemos bien. De igual manera, resulta sorprendente que en su reinterpretación de La fragua de vulcano que lleva por título Evocación Barroca II, los cuerpos tan precisamente definidos de Velázquez se desdibujen y se subjetiven perdiendo mucho del realismo que los caracteriza en la obra original, a lo opuesto de lo que ocurre en Resonancias. Mientras que, en esta última serie, Campos nos pone en frente a la quidditas de las cosas, ofreciendo su esencia a la mirada analítica del espectador, en la anterior Evocaciones, la artista parece haber internalizado las obras que reinterpreta a través de un proceso de abstracción contrario a todo tipo de realismo, quizás para mejor asimilar la obra de aquellos pintores por los que se sentía atraída. Este proceso de abstracción es particularmente patente en su reinterpretación del Guernica de Picasso, en la cual las formas de la obra cubista han perdido toda definición, adquiriendo en cambio un aspecto orgánico y violentamente colorido que le da un lejano sabor surrealista, lo cual contrasta por completo, tanto con la intención extremadamente precisa de la obra cubista, como con el realismo “supra-consciente” de la serie Resonancias.

Cabe decir que, con la serie Evocaciones, Valerie Campos se inscribe en la tradición de la reapropiación artística generalmente ligada con la postmodernidad (a la cual alude quizás, por el prosaísmo del asunto, en un dibujo como Bath series) pero de la que, en nuestro país, fue un precursor incontestable Alberto Gironella. Sean cuales sean las obsesiones, conscientes o inconscientes, que Campos comparta con este pintor, del que formalmente se encuentra, en realidad, bastante alejada, uno puede señalar la afinidad que ambos manifiestan por la gran pintura, la de Velázquez, en particular. Si bien, en su proceso de asimilación de los grandes maestros podemos ver un movimiento de interiorización y de disolución asimilativa, el hecho de que esta serie anteceda a Resonancias, demuestra que su reapropiación ha mutado de la mejor manera, pues, en esta última serie, Campos nos revela su propia maestría como pintora al exponernos analíticamente a la realidad de su intimidad, lo cual nos demuestra no sólo que, llegados ya a la segunda década del siglo XXI,- tiempos de encierro-, la pintura no ha dejado de existir, sino que, lejos de oponerse a lo contemporáneo, es capaz de restaurarnos por completo al sentido del presente. Para recurrir, -deformándola, por supuesto-, a una vieja expresión con la que los críticos de antaño consagraban a los pintores cuya importancia era ya irrefutable, se puede decir que, aquí, Valerie Campos se ha reencontrado, -que no simplemente encontrado-, como pintora.