Saúl Kaminer

 

Órbitas, rumbos y sombras de Saúl Kaminer

por Luis Ignacio Sáinz (2018)

 

Saúl Kaminer es un ser en tránsito: guerrero y monje, de inclinaciones orientales, profundo, reflexivo y minimalista. Combate lo accesorio, eliminando adornos y artificios, conserva lo esencial, ese núcleo duro de su expresión, una anclada en la sobriedad del espacio, en la motilidad incesante, en la provocación a la luz y su venganza en la sombra. Su trascendencia es la del instante que se erige en soplo duradero, en contradicción infinita, donde campea la belleza sin límites, sin frenos, sin pudores. Cada vez es más él, se ha sacudido y despojado de vahos y citas, las referencias a propios y extraños terminaron por diluirse. Ahora, hoy mismo, viene desde dentro, irrumpe desde sus profundidades, sofisticó su capacidad de escucha, se entregó en cuerpo y alma al refinamiento del silencio: lejos del ruido, acústico, metafórico y visual. Hunde sus raíces en las posibilidades expresivas del vacío, de la nada, del aire que se respira sin verse ni tocarse. Su braille dispone de un fuste generoso, en la discreción del tacto conquista el poder evocador de las palabras. Su divisa podría consistir en la sutileza, esa fuerza de lo ligero que tiende a la inmaterialidad de múltiples orígenes.

 

Todos quienes le han dedicado tiempo a pensar en su lenguaje coinciden en el carácter estratégico de su interculturalidad: judío ucraniano, judío polaco, que, como nos lo señala Luisa Barrios, remonta su significado etimológico a la luz en la piedra; pero también es muy mesoamericano en la tridimensión, constructivista y urbano, de allí sus intereses ambientales, escénicos, habitables, en Teotihuacán, Tula o Tenochtitlan; y por si fuera poco, su identidad está abierta, ávida de plasmas y savias novedosas y energéticas. Nuestro creador de composiciones inverosímiles, donde los planos y los volúmenes se confunden, donde las luces y las sombras se refocilan, huye del fundamentalismo propio del creyente exacerbado; siendo respetuoso de los narcisismos teológico, no los comparte, otea en búsqueda de razones y emociones más libres, menos pretenciosas, valiosas en su inmediatez y plenamente autónomas, ajenas a la voluntad de dominio o convicción. Cree en la responsabilidad, en la invención, en la sensualidad…en el reconocimiento del otro como un interlocutor y una epifanía. Materias sonoras, voces inaudibles, sonidos mudos, silencios elocuentes…vaya que semejantes coincidencias de opuestos colman sus universos expansivos, tocando las órbitas de sus planetas, cometas y satélites, hasta deconstruirlas y proporcionarles nueva significación en cadena. Lo aprecia con el rigor del poeta José María Espinasa, quien sucumbe desde tiempo inmemorial a las tentaciones plásticas, incapaz de resistir la magia de esos hechiceros escondidos, los artistas, sus colegas, pero armados no con palabras sino con imágenes y trazos en ristre.

“Asideros en el vacío”, cuán fuerte resulta la fórmula que cifra uno de los propósitos del creador para el futuro…buscarlos, pronunciarlos, denunciarlos, postularlos, exhumarlos, descubrirlos o inventarlos. Y ejercerlo en el fiel de la balanza, dándole la espalda a los polos de la composición; pues en su territorio de órbitas, rumbos y sombras, se mezclan, confunden empalman, relevan y hasta conviven, eso que a falta de mejores términos llamamos figuración y abstracción. En su dilatada obra, compuesta, narrada, expuesta, en varios continentes, en travesías transatlánticas y transpacíficas, SK ignora la rigidez del estilo, ya que se encuentra afanado y ocupado en crear, a veces ex nihilo, en ocasiones mediante glosa, crítica o adopción de vocabularios ajenos, pero que le nutren. La suya será una manera bastante única de eslabonar ambas vertientes en un movimiento unitario, como si se tratase de compases y pasajes rítmicos, formando parte de una misma e integral partitura visual, táctil, espacial. Lo apunta con acierto Serge Fauchereau, vedor constante y remoto de su corpus, taxónomo e interlocutor de sus procesos fabriles, intelectuales y emocionales, desde hace décadas. Un auténtico y generoso voyeur de sus misterios y secretos, tentativas de iluminación y velos sombríos; cronista efectivo y veraz de sus experimentos e incursiones de nuevo tipo, planimétricas y de bulto, lisas y accidentadas, esbozadas y construidas. En suma, vibraciones ópticas que hurgan en el fondo de los soportes hasta encontrar la profundidad necesaria, esos requiebros de una marea incansable que abarca el último rincón intervenible, convidándonos texturas discretísimas y pulimentos perfectos.

“…desembocamos al silencio en donde

los silencios enmudecen”,

“…desembocamos al silencio en donde los silencios enmudecen”, advertía Octavio Paz, como si tuviese en mente las constelaciones de este forjador de ilusiones, sus gritos ahogados de armonía. Apetitos que demandan a final de cuentas escenario y albergue, la exactitud del hospedaje, pues sus movimientos tienden a la acumulación, recuerdan que este predicador de formas y geometrías varias, conserva en su núcleo a un alarife de polendas: SK nunca ha dejado de ser arquitecto, lo suyo es la incesante postulación de gajos de realidad. Así le contesta a Luisa Barrios: “Quiero seguir dándole forma a la idea de transformación, seguir buscando asideros en el vacío, seguir teniendo la capacidad de saltar al precipicio de la creación, pensar la nada como un lugar habitable y seguir teniendo la capacidad de desarraigarme…”. Perseguir el punto de equilibrio en ese éxodo constante, migrar para anidar siempre, mudarse para echar raíces, despojarse de todo para acumular verdad, sentido e intención. Recorrer sin fatigas los peldaños de la escalera, acometer los 125 descansos-retos-travesaños para iluminarse del Esplendor eterno e inmaterial. El arte, ascesis y mística de quien persigue la plenitud, a modo de conocimiento de sí mismo, de perfeccionamiento gradual en el fluir en los otros, siendo en ellos, estando para ellos. Crear, y punto final.

Nuestro fenomenólogo se revela en la fuerza escrutadora del lenguaje, el abecedario Abyad* como lengua divina, suma de posibilidades del ser y su furia, de la existencia y su calma, y en tales coordenadas comparece vía la pluralidad de su identidad, una integrada por herencias en miscelánea: México y su diversidad, su halo judío, su dilatada residencia en Francia, y el sinfín de alimentos celestes provistos por sus viajes, sus lecturas, sus contactos. Sumatorias y deducciones cósmicas gracias a las correspondencias de números y letras, estados de lo posible: Gematría, Notarikon, Temurah, senderos de luz y sentido de la Cábala, en particular de su linterna el Zóhar, de Rabí Shimón Bar Yojai (Rashbi), allá por la vuelta del siglo II al III de nuestra era (o según otras fuentes por Moses Ben Shem Tov de León en el siglo XIII). Será en este caldo de cultivo donde Saúl Kaminer se rescate a sí mismo, hasta el fondo abisal de su sabiduría de la lejanía, esa que recorre el desierto y sus dunas, el desierto y sus refugios para eremitas, anacoretas y ermitaños, el desierto y los solitarios de la fe y la meditación, atmósfera que le viene de perilla, a punto, árbol sefirótico que lo protege de las inclemencias, brindándole dirección y claridad.

La plástica como caligrafía, la escultura como caligrafía, ejercicios ambos que forman una expresión unitaria proclive a formular un kerigma, un mensaje que anuncia y advierte de los accidentes de la vida, de sus expectativas de redención, de sus anhelos de superación de la banalidad de la existencia cotidiana. Y esta empresa predicativa encuentra su Kether, La Corona, El Anciano de los Días, en una composición volátil, reestructurable, a manera de acción objetual que crece y disminuye a placer, ajustándose a las circunstancias del espacio disponible, y que en su naturaleza desplegable cumple lo que ofrece: deconstruir el hábitat que la absorbe o la contiene. Líneas de transmisión (2015, acero, dimensiones variables) que bien califica, por cierto, Armando Castellanos de “dibujo conceptual”, capaz de agotar su naturaleza como escultura en su articulación formal; como instalación al colocarse en el espacio museológico; como intervención en una habitación de un edificio. Listones semiológicos, podría decirse; o como sugiere este crítico e historiador del arte: “es un poema sobre el espacio, el tiempo y la memoria”.

En mi debilidad por su espacio, arquitectónico y escultórico, de sólida raigambre filosófica, creo que SK nos queda a deber una obra de gran formato que engulla el paisaje, que lo potencie, revalorando el contexto, sus escalas y códigos, postulando su propia noción de espacio público. Pero, si ya de pedir se trata, esperaría una relectura constructiva de los Mertzbau desaparecidos (Hanover, Lysaker, Elterwater) de ese inventor estrambótico por antonomasia, Kurt Schwitters**, capaz de germinar laberintos dentro de laberintos, conquistando una utopía: el espacio interior expansivo, materializado en esculturas habitables. Moradas de recogimiento, avocadas a que sus residentes cavilen respecto de las razones, los deseos, las emociones y los gozos, de la presencia de mundo y de los seres que lo jaspean y lo salpimentan.

Las mutaciones del sendero que recorre, una y otra vez hasta fatigarlo, Saúl Kaminer permiten confiar en que los tiempos aciagos aminorarán su devastación y nos proporcionarán consuelo e ilusión. Por ello, con el Zohar sean: “Bienaventurados los justos de este mundo y del mundo por venir, pues el Santo, bendito sea, los desea en su gloria y les revela los misterios supremos de su nombre santo que no ha revelado a los ángeles superiores ni a sus santos”. (Zohar, III, 78b).  Que así sea, sin mellar nuestras conciencias libertarias.

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*Un sistema de escritura que representa consonantes pero no vocales.
** Kurt Schwitters nació en Alemania. Para sus obras conocidas como Merzbau, transformó las habitaciones de casas en Hanover, Alemania; Lysaker, Norway; y Elterwater, Inglaterra. https://en.wikipedia.org/wiki/Kurt_Schwitters#The_Merzbau