Maribel Portela

Maribel Portela desdibuja las fronteras que existen entre forma y esencia, belleza natural y belleza artística, realismo y utopía. Juega con estas dicotomías libremente, invirtiéndolas, negándolas o reafirmándolas simultáneamente.

 
 
 

Maribel Portela: Naturalia et artificialia

por Esteban García Brosseau (febrero, 2022)

 

“[...] Lo bello natural vivo no es ni bello para sí mismo ni por sí mismo producido como bello y por mor de la apariencia bella. La belleza natural sólo es bella para otro, es decir, para nosotros, para la consciencia que aprehende la belleza.”

G.W.F. Hegel, Lecciones sobre la estética.

Sin duda, lo más inmediato al entrar en contacto con la obra de Maribel Portela es pensar en las cámaras de maravillas, en particular después de visitar su más reciente exposición en el Museo del Chopo, Orgánico artificial, donde una de las primeras instalaciones lleva el nombre explícito de Gabinete de curiosidades. Dentro de las cámaras de maravillas es, por supuesto, a la sección de naturalia a la que pareciera remitir esta obra, ya que está compuesta de múltiples esculturas de papel teñido y pegado que retoman las formas del universo vegetal. Estas piezas, organizadas sobre estantes en vitrinas individuales, llevan naturalmente a imaginar que la primera vocación de la artista hubiera sido la de naturalista de haber vivido en siglos anteriores, como parecen también confirmarlo los grandes pliegos reunidos en otra sección de la exposición, con el título de Diccionario Enciclopédico. En esta obra las plantas, esta vez dibujadas a tinta, están clasificadas en una suerte de herbario desplegado hecho con las páginas de una enciclopedia decimonónica de botánica. Nos encontramos igualmente con piezas que retoman los libros doblados en acordeón del Japón y en cuyas páginas vemos pintadas, como si se tratara de estampas, hojas y flores estilizadas a la manera oriental, con lo que las naturalia confluyen de pronto con las exotica, en un diálogo entre oriente y occidente, que acentúa el dépaysement que experimenta el espectador que visita la muestra.

Cabe decir, sin embargo, que muchas de las “plantas” que advertimos en primer lugar, remiten quizás más fácilmente a animales marinos como las anemonas de mar y demás antozoos, o inclusive a aquellas variedades de peces venenosos que son capaces de camuflarse tomando el color de los corales o de la arena, como el pez piedra o el pez escorpión. Estas alusiones a las formas animadas de los fondos marinos, por sutil que parezca, crea un vínculo emocional con el espectador mucho mayor que el que pudiera establecerse con las plantas más comunes. Así sucede, por ejemplo, con otras piezas, también exhibidas a la entrada de la exposición, cuya conformación sugiere que pudieran moverse y cambiar de aspecto al menor roce a la manera de las sensitivas. Estas entidades, de formas más o menos irregulares, transmiten una cierta sensación de inquietud, como la que se experimentaría frente a alguna criatura que estuviera al acecho de su presa, escondiéndose entre las dunas formadas por la arena de los fondos marinos, para revelar súbitamente su poder depredador. Lo indeterminado de estos entes, que pudieran habitar no solamente en el mar sino en el fondo de un sueño, nos remite tanto al universo natural como al inconsciente y la psique en general, como bien lo indica un título como Brote de la memoria.

Pero si la obra de Maribel Portela tiende a presentarnos un mundo animado de plantas y antozoos, a los que, por supuesto, no imita nunca servilmente, sino que interpreta desde la libertad del artista, lo cierto es que parece darnos a contemplar únicamente su forma, despojándola por completo de toda esencia. Así, si bien estas entidades artificiales provocan inicialmente una reacción empática que llama al espectador a relacionarse con ellas como si estuvieran vivas, tal impulso se topa muy pronto con la frontera que supone la materialidad con la que están confeccionadas. La elección de materiales como el papel para representar a todas estas criaturas del mundo vegetal y animal, contrasta, en efecto, con la vida que deberían de tener, aun si lo que quedara de ellas fuera su mero despojo orgánico, conservado detrás de la vitrina de un museo de historia natural. Así, por un verdadero coup de maître, Maribel Portela nos pone a reflexionar sobre el aspecto cosmético de la naturaleza, marginando en apariencia toda especulación metafísica sobre el problema del ser. Se trata aquí de una suerte de alquimia invertida, de la cual los más empedernidos materialistas pudieran mostrarse celosos, si no fuera porque, al negar tan determinantemente la idea de esencia, la obra, a final de cuentas, nos hace también pensar en el significado de este concepto, al ponernos tan claramente frente a su ausencia.

Sea como sea, por esta suerte de contra-operación alquímica que hace de lo orgánico algo artificial, las entidades que tenemos enfrente pasan de pronto del estatus de naturalia al de artificialia, haciendo que la labor del artista se sustituya al de la naturaleza. De esta manera, se establece un distintivo encadenamiento de paradojas, provocado por un constante vaivén entre esas dos nociones en la mente del espectador, en que entran en juego las nociones de fugacidad de los seres orgánicos con respecto a la permanencia relativa de los artificiales. Uno podría pensar aquí en Wenzel Jamnitzer o Bernard Palissy, quienes inmortalizaron formas animales y vegetales integrándolas a obras de orfebrería o de cerámica, si no fuera porque las criaturas de Maribel Portela, mucho más ligeras y perecederas, en particular las que están hecha de papel picado, mantienen precisamente algo de la flexibilidad y fragilidad de las plantas, permaneciendo, por ello mismo, más cerca de la vida, aun si han sido despojadas de su esencia. Tanto porque las obras que vemos nos remiten indirectamente a actividades como el tejido y la confección, así estén realizadas en papel, como es el caso de Bordando el cosmos, como por el hecho de que, en sentido opuesto, se alejan simultáneamente de todo tipo de forma “artesanal” para instaurarse como obras de arte en el sentido pleno de la palabra, Maribel Portela parece querer revivir el debate renacentista que opuso las artes mecánicas a las liberales. En efecto, a la vez que nos revela la belleza de las formas naturales con procedimientos “artesanales”, no deja por ello de reivindicar su propia “agencia” como artista y el derecho a ejercerla, en tanto producto de la misma naturaleza, pero distinta a ella en la medida en que el ser humano es el depositario privilegiado del “espíritu”, según la acepción que Hegel le dio a esa palabra, si bien espíritu y naturaleza son, a final de cuentas, una sola y misma cosa, como insistiera Schelling.


Polen, 2021, Papel - bronce ,110 x 110  x 10 cm

Presenciamos aquí algo así como una unión de los contrarios en las que se reunirían las cualidades “femeninas” con las “masculinas” como sucede con el andrógino de la alquimia. Podría parecer excesivo acercar las preocupaciones de la artista con los postulados de esta disciplina esotérica, sino fuera porque en el 2010, ella misma participó en una exposición, en colaboración con Ingrid Suckaer, cuyo título, Rosarium philosophorum, hace referencia explícita a un famoso tratado alquímico del siglo XVI cuyas imágenes remiten precisamente a esta problemática del hermafrodita a través de la hierogamía del “Rey” y de la “Reina”, de la que la artista realizó una versión en cantera. Cabe recordar, al respecto, que, en el siglo XVI, momento en que empezaron precisamente a proliferar las cámaras de curiosidades como la de Rodolfo II, en Praga, tomó simultáneamente una singular importancia el “Gran Arte” y con éste la figura del artifex, quien, a la vez que buscaba la panacea capaz de curar todos los males, intentaba mejorar la naturaleza acelerando su proceso hacia la perfección.

Se trata de una orgullosa y peligrosa idea, con la que, sin embargo, parece tener cierta afinidad Maribel Portela, no sólo por el juego que establece entre lo orgánico y lo artificial, sino por la necesidad de crear para sí misma un universo de belleza, propio del jardín del edén o de las delicias, contando solamente con sus propias fuerzas, fuerzas de artista, por supuesto.

Esta búsqueda de la perfección se encuentra quizás simbolizada por el oro fingido (por medio del bronce), que parece brotar de la piedra, a la manera de cactáceas metálicas, en Jardín mineral. Sin embargo, es probablemente en el conjunto escultórico que lleva el nombre de Jardín onírico que la dimensión utópica de la obra de Maribel Portela se hace más evidente, no solamente por el título, que es en sí bastante elocuente, sino en las formas de estas columnas orgánicas, de barro y engobe, que recuerdan a la vez los fondos marinos como las extrañas figuras que habitan el jardín surrealista que Edward James creó en Xilitla, en una tradición imaginativa que nos remite, una vez más, al universo de los jardines manieristas del siglo XVI. Si bien tales columnas podrían pertenecer al reino de los antozoos, evocan igualmente entidades oníricas que contaran con un alma propia. Cabe decir que existe una dimensión mitológica en el conjunto de la obra de Maribel Portela, aunque no es necesariamente evidente en Orgánico artificial, a pesar de algunas piezas que traicionan una poderosa tendencia al animismo, como Preludio en blanco, Protalo, o las inaugurales Liquen y Fruto. Quizás se entienda mejor esta dimensión al revisitar series anteriores de la artista en que hacen aparición divinidades, modeladas en barro o cerámica, que recuerdan, por momentos, a los dioses clásicos, aunque apelan sobretodo al universo más “primitivo” del chamanismo, lo cual explica quizás la suerte de comunicación que parece poder establecerse entre las piezas de la artista, o más precisamente a la idea a la que remiten, y el espectador, a las que nos hemos referido anteriormente.

Es así como, al permitirnos la entrada al jardín orgánico artificial que se ha creado para sí misma, Maribel Portela nos invita a pensar en nociones dicotómicas como las de materia y espíritu, forma y esencia, mortalidad e inmortalidad, naturaleza y cultura, realidad y utopía, belleza natural y belleza artística, a través de una expresión que, si bien, como fruto de las conquistas artísticas del siglo XX, sólo es concebible en el siglo XXI, mantiene, sin embargo, una continuidad muy clara con épocas muy anteriores, con lo cual nos hace también reflexionar sobre la idea de ruptura y continuidad en el arte. Todo ello nos hace pensar que la actividad artística también puede ser una suerte de filosofía, o, en todo caso, de tradición contemplativa, que sobrepasa, por mucho, la noción de artesanía, a la vez que nos pone, paradójicamente, frente al enorme valor de aquellas actividades que solemos designar con el nombre un tanto despectivo de “manualidades”. La obra de Maribel Portela desdibuja así muchas de las fronteras que existen entre todas estas dicotomías, al jugar con ellas libremente, invirtiéndolas, negándolas o reafirmándolas de manera simultánea. La artista, en efecto, tiene algo de una prestidigitadora, cuyo juego, tan liviano como el papel hecho cenizas, al presentarnos el valor de la belleza superficial, -cosmética-, de las formas de la naturaleza, nos abre, al mismo tiempo, abismos de profundidad como los que sólo se plantea la metafísica. En ello, Maribel Portela parece afirmar su derecho a codiciar el título tan excepcional de adepta, al arte como a la filosofía.