Heriberto Quesnel

La obra que Heriberto Quesnel ha decidido reunir bajo el título de Postales sin remitente tiene sin duda un componente irreverente ya que pone en cuestión muchos de los mitos que fundan a Occidente desde la “alta cultura” hasta la ciencia y la razón positivista.

 
 

“Postales sin remitente”  o  “La gran aventura del hombre”

por Esteban García Brosseau (septiembre, 2021)

 

La obra que Heriberto Quesnel ha decidido reunir bajo el título de Postales sin remitente tiene sin duda un componente irreverente ya que pone en cuestión muchos de los mitos que fundan a Occidente desde la “alta cultura” hasta la ciencia y la razón positivista. Bastaría para admitirlo observar como, sin reparo alguno, transforma algunos de los ya perturbadores personajes de Velázquez en payasos cuyos rasgos así travestidos resultarían difícilmente soportables a cualquier “esteta” que se precie de serlo. Pero la subversión de Quesnel no es unidireccional. Uno se pregunta, por ejemplo, si al enmarcar obras emblemáticas de la historia del arte como si se tratara de las portadas de la revista Life o al anteponer estrellas de futbol frente a una obra de Picasso, lo que pretende el artista es en verdad poner en cuestión las referencias cultas de las élites o, al contrario, celebrar su intrusión corrosiva, aunque benéfica, en el seno de los lugares comunes del imaginario masificado. En esa alternancia de valores se reconoce, además, la huella de una infancia pretérita (individual o colectiva) en que imposiciones patriarcales relativamente conservadoras y convencionales se ven asaltadas por contenidos inconscientes que empujan por manifestarse. A prueba, uno diría, aquellos cartapacios escolares cuya severidad decimonónica se ve comprometida por tratarse de los cuadernos de composición (inventados por supuesto) de Picasso, Rubens y Courbet, ilustrados con desnudos femeninos emblemáticos de sus obras futuras, en una suculenta conjunción de anacronismos.

Como regla general, la obra de Quesnel nos remite a tiempos más o menos remotos de la historia y la historia del arte: si bien hay claras referencias al universo del Barroco también las hay al siglo XIX. Vemos, por ejemplo, recortes de periódicos con retratos de caballeros respetables de la era del positivismo que sirven de base a una suerte de scrapbook salpicado de elementos dispares, como fragmentos de papel tapiz art nouveau. La base de artículos impresos sobre la cual Quesnel distribuye estos elementos  evoca casi automáticamente los serios despachos masculinos del siglo antepasado en que naturalistas, paleontólogos, antropólogos y demás coleccionaban todo tipo de artefactos, no tanto para sorprender a refinados aristócratas como sucedía con las cámaras de maravillas del siglo XVI, sino para estudiarlos detalladamente, tomando notas graves y apretadas, para luego discurrir de ellos científicamente en alguna prestigiosa universidad de París, Londres o Berlín de la que saldrían encumbrados como si se tratara de generales de guerra. Por otro lado, es particularmente significativa aquí una reinterpretación de la lección de anatomía del Dr. Tulp de Rembrandt (un tema anteriormente explorado por Quesnel) ya que a pesar de pertenecer al siglo XVII apunta sin duda a aquel orden racional que triunfaría en el XIX por medio de la ciencia. Existen otros elementos que nos remiten al siglo XVII como aquella perdiz colgada que podría provenir de cualquier bodegón de caza como una alusión más al ámbito de lo masculino.

Pero en medio de todas estas alusiones a un patriarcado respetable y racional, se introducen de manera contundente, aunque oblicua, algunos elementos inquietantes como aquel demonio japonés de piel azul que parece reprocharle a los estudiantes de medicina del mismo Dr. Tulp su excesivo desapego frente al cadáver estudiado. El oriente imaginario parece irrumpir de manera sorpresiva, incontenible y desordenada, amenazando en todo momento aquel sustrato racional sobre el que Quesnel integra elementos orientales o orientalizantes como monos de las chinoiseries del siglo XVIII o tibores de la China de los que surgen follajes trazados libremente. Es como si toda la ordenada racionalidad de Occidente se viera invadida por la vida misma de aquellos elementos “exóticos” que pretendió aislar científicamente.

Es difícil definir precisamente el significado e intención de estas contraposiciones que quizá sólo tengan como propósito crear una suerte de diorama de “la gran aventura del hombre” como reza el lema de la revista Historama en la que Quesnel ha contrapuesto a un futbolista (hasta hace poco, un indicador casi exclusivo de lo masculino) con una versión de la Diana cazadora de Rubens (símbolo por excelencia de la victoria de lo femenino). Quizás sea por este tipo de estira y afloja entre nociones antagónicas que uno piensa naturalmente en los conceptos de anima y animus forjados por Jung (otro célebre profesor heredero del siglo XIX). Hasta qué punto esta pugna entre principios opuestos corresponde a una reflexión íntima o a una mera descripción de lo colectivo es algo que sólo el artista sabrá responder. A nosotros corresponde permitir que la obra haga aflorar las interrogaciones que está destinada a provocar.